Cuando era un estudiante de los ciclos iniciales en la Facultad de Ingeniería, debí leer ‘Física o lecciones orales sobre la naturaleza’, de Aristóteles. El fragmento que más recuerdo es la paradoja de Aquiles y la tortuga, que afirmaba que, en una carrera entre ambos, aunque la segunda partiera con algunos metros de ventaja, Aquiles nunca podría superarla, ya que primero debe llegar al punto donde estaba la tortuga al iniciar la carrera y, durante el tiempo que ello le tome, el animal se habrá desplazado a otro espacio, y así sucesivamente. Si bien resulta obvio que esto no es correcto, en su momento, sirvió para explicar el concepto del límite matemático, el cual postula que el espacio que los separa va a tender a ser cero, conforme se repita el suceso (carrera de Aquiles recorriendo el espacio que lo separa de la tortuga). Del límite matemático se desprenden muchos conceptos que, a su vez, han generado aplicaciones prácticas en ciencia y tecnología. Pero existen también otros campos de aplicación, siendo uno de ellos el regulatorio.
¿Qué tendrá que ver la regulación con el buen Aquiles o con la tortuga? Es una analogía perfecta, puesto que la regulación y la tecnología rara vez están a la par y siempre hay una brecha entre ellas, que se debe intentar reducir hasta cero para lograr un desarrollo armonioso de la industria. Es decir, el desarrollo llega cuando el límite de la amplitud de la brecha que separa a la regulación de la tecnología es nulo, idealmente.
Dependiendo de cómo se quiera ver y del estado del arte de la industria en la cual se apliquen, la regulación podrá ser Aquiles o bien la tortuga, y viceversa. El reto estará en que, si la regulación es Aquiles y la tortuga nos lleva la delantera, se debe apurar el paso para cerrar la brecha. Pero si ya hemos pasado a la tortuga, debemos acortar el tranco para no perder de vista a la tortuga y estar seguros de que está siguiendo nuestro camino. Por el contrario, si la regulación es la tortuga antes de ser rebasada, lo mejor es que busque la forma de ser Aquiles antes de ser dejada atrás por la tecnología, porque tengan por seguro que aquélla no se detendrá a ver qué hace la regulación para esperarla, sino que seguirá su rumbo inexorablemente. Peor aún, si la regulación es una tortuga rebasada, en ese punto, se habrá perdido el control de la carrera.
LA TECNOLOGÍA Y LA REGULACIÓN DEL JUEGO
Llevando este concepto, que espero no les haya resultado muy denso, a la industria del entretenimiento, nos encontramos con que, lejos de acortarse, en la mayoría de los casos, la brecha se expande. ¿Por qué? Porque, naturalmente, la tecnología avanza más rápido que la regulación, haciendo posible que aparezcan nuevas plataformas y medios de juego mucho antes de que, incluso, se hayan terminado de regular los predecesores.
¿Qué ocurre cuando ello tiene lugar? Una de dos: la Autoridad Competente prohíbe (o limita, en el mejor caso) aquello que no ha logrado regular, o el proveedor u operador encuentra mecanismos de distribución que están fuera del alcance y del control operativo de la Autoridad. El ejemplo más claro que tenemos hoy en día es el juego online y las apuestas deportivas, cuya explosión analicé en un artículo anterior.
En este caso, cuando se intentó prohibirlos, la realidad le demostró a la Autoridad que esto no era posible, en un mundo virtual casi incontrolable. Además, se abrió una Caja de Pandora en relación con aspectos taxativos, por lo que el recaudador tributario tiene entre manos otro problema que no puede resolver, aún, de manera eficiente. Cuando no se intentó algo, y me refiero en modo global, excluyendo los intentos individuales por lograr una regulación, el mercado se desarrolló de manera vertiginosa, con una actividad no regulada. El ejemplo más claro es el peruano, donde hoy resulta un reto muy duro tener una regulación eficiente para esta industria.
OBJETIVIDAD, NORMALIZACIÓN Y CAPACIDAD OPERATIVA
Pero entonces, ¿cómo se puede lograr que Aquiles y la tortuga caminen a la par, o no se distancien mucho, al menos? Lo primero que debe considerarse es ser ágil y proactivo para regular, bajo los principios básicos: objetividad, normalización y capacidad operativa. Ser objetivo implica mirar a la industria no como si se estuviese en un Tribunal de la Santa Inquisición, ni tampoco como si la industria se tratara de un mal social que debe ser escondido y, de ser posible, confinado a una suerte de Isla Lépreux (la Isla de los Leprosos), manteniendo un perfil bajo. Los resultados más exitosos en materia reguladora son aquellos en los que se practicó el enfoque objetivo, tratando a la industria de juegos de azar como aquella generadora de puestos de trabajo y protagonista en la recaudación fiscal, tal y cual como ocurre con cualquier otra. Resulta claro que es una industria particular, donde se opera en virtud de algún tipo de licencia especial (en la mayoría de los casos) y, por tanto, se obliga a un tratamiento puntual, tal como ocurre con la industria del alcohol y la del tabaco.
Por su parte, la normalización se resume en “no inventar la pólvora si los chinos ya lo hicieron”. Cuanto más universal y normalizadas sean las regulaciones técnicas, más sencillo será poder intercambiar experiencias, transferir conocimientos y compartir herramientas de control y fiscalización. En cuanto empezamos a desarrollar regulaciones que son básicamente “tailor made” para un país, la cosa se complica en el circuito regulatorio, tanto para la Autoridad, como para fabricantes, proveedores y operadores. Vivimos en un mundo globalizado donde los esfuerzos de I+D se dan bajo un enfoque universal, no individualista.
Finalmente, está la capacidad operativa. Uno de los errores más frecuentes (que no se corrigen) es complicarse con regulaciones y requisitos que, en la práctica, no se pueden controlar. Las regulaciones y los requisitos que acompañen a los procesos que las definen deben ser los más completos, pero, a la vez, simples, que se pueda. Complicarse la vida llenándose de información sin utilidad o de procedimientos que, en la práctica, resultan incontrolables o no auditables es un error. El punto de partida es evaluar cuáles son mis capacidades técnicas, recursos físicos y talento humano disponibles. Es decir, responder a la pregunta “¿de qué soy capaz?”. Si la respuesta no satisface las necesidades, se deberá mejorar en aquellos aspectos que así lo demanden. Pero si la respuesta es que mi nivel de capacidades alcanza para controlar aquello que pretendo fiscalizar, puedo adoptar, escribir o mejorar las regulaciones que deban aplicarse. Regular y luego evaluar si hay o no capacidad para llevar adelante el control es un error que hace que las reglas caigan en saco roto.
Una manera eficiente de lograr todo aquello son las entidades autónomas como Coljuegos, los IPCyL o la SCJ. Dentro de ciertas limitaciones propias de la estructura ejecutiva de los países, son entidades que gozan de cierta autonomía que les permite desarrollar con rapidez y agilidad regulaciones para un mercado unificado, entendiendo por éste aquel que engloba a todas las actividades relacionadas. Así, por ejemplo, salones de bingo, casinos, tragamonedas, loterías y rifas, por citar algunos, se manejan dentro de una uniformidad de criterios y procedimientos que son obtenibles desde el hecho de ser todas actividades dependientes de la misma Autoridad.
Como conclusión, quiero decir que soy un convencido de la eficiencia que puede tener una sola agencia regulatoria, a cargo de todas las actividades lúdicas, con cierta autonomía para el establecimiento de regulaciones. Igualdad de criterios, transparencia y comunicación asertiva con la sociedad son las mejores reglas de juego que puede tener una actividad para su correcto desarrollo.